Anónimo
Sentado en el frio pasillo en plena oscuridad del Instituto Nacional de Psiquiatría, en aquel trágico diciembre de 2017 para mí, fui preso de la desesperanza, el resultado de tres meses de ardua labor e inagotable esfuerzo ayudando a los damnificados de los temblores fue una estadía en tan prestigiada Institución, una casa de la risa donde todo era silencio, lo único que podía hacer era escribir con crayolas mi sentir; las plumas y los lápices estaban prohibidos al igual que cualquier cosa con la que te pudieras autolesionar o suicidar.
“Los gritos silenciosos de cada célula de mi cuerpo son aterradores.
Siento que mi mente va a explotar.
Mis demonios internos se apoderan de las únicas neuronas que están activas.
Este cuerpo dopado que se supone que soy yo, no reacciona.
Mi alma está fragmentada en mil pedazos.
Esos pedazos se hunden en el fango de mi desesperación.
Ya no puedo aguantar más sufrimiento.
No tengo fuerzas.
Solo soy ceniza.
Mi espíritu desapareció.
No entiendo este mundo.
Ni el me entiende a mí.
Maldigo mi vida.
Maldigo a dios.
Solo le pido mi último deseo.
Cerrar mis ojos para siempre…”
Hoy, tres años después, le agradezco no hacerme caso porque escribo estas líneas lleno de vida, viendo cómo se filtra la luz del sol entre los árboles, escuchando música en la terraza de mi casa, con una semana llena de planes, proyectos y actividades por delante.
Llegar a este punto ha sido un camino empinado, espinoso y lleno de obstáculos que ha valido la pena recorrer: un año sin teléfono, ni redes sociales, con miedo a salir de mi casa, sintiéndome incómodo ante la mirada de lástima de “quién sabe lo que pase” y no saber qué decirme, estando incómodo en todas partes pero haciendo lo que me correspondía, visitas al psiquiatra y al psicólogo, tomando a mi pesar el medicamento, cuidando mi círculos de protección, intentando hacer ejercicio y superando mi temor a salir, los ataques de ansiedad y pánico, mi pavor de estar en un espacio cerrado con mucha gente.
El segundo año lo dediqué a trabajar, recuperar mi autoestima y reponer todas aquellas cosas materiales con valor sentimental que perdí. Auténticamente el alma me regresó al cuerpo. Me sentí útil y empecéé a reír.
Este año pasé Año Nuevo en San Miguel de Allende, donde abracé un árbol por primera vez en mucho tiempo, sentí su energía y por mi mente paso reconectarme con la naturaleza, con la espiritualidad y con la vida. La visita a Chacahua en enero de ese año sirvió para ese propósito y la pandemia fue la oportunidad de reinventarme de nuevo. Entre las canciones que escuché apareció esta maravilla, muy adecuada para este momento.
“Como un pequeño bote
En el océano
Emitiendo grandes olas
En el movimiento
Como simples palabras
Pude abrir mi corazón
Quizá solo tenga un cerillo
Pero puedo hacer una explosión
Y todas aquellas cosas que no dije
Como bolas de demolición en mi cerebro
Las gritare fuerte esta noche
¿Puedes oír mi voz esta vez?
Esta es mi canción de lucha
La canción para recuperar mi vida
La canción para demostrar que tengo razón
Mi poder está encendido
A partir de ahora seré fuerte
Tocare la canción de mi lucha
Y no me importa
Si nadie más lo cree
Porque todavía tengo mucha pelea que dar
Persiguiendo mis sueños
Perdiendo amigos y persiguiendo sueños
Todos están preocupados por mi
Dicen que estoy demasiado profundo
Han pasado 20 años fuera de mi hogar
Pero hay un fuego ardiendo en mis huesos.
Esta es mi canción de lucha”
Fracciones de la canción de Rachel Platten “Fight song”
Mi canción de lucha es el agradecimiento que le tengo a mi familia que me ha acompañado en todo momento y a mis amigos, familia que escogí yo. Tanto unos como otros han sido los pilares para renacer entre las cenizas
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